martes, 23 de octubre de 2012

Más héroes.

No resisto la tentación a seguir hablando de héroes, pero no tan súper, porque, como ya se vio en el último post, algunos no andamos con ganas de hacerle la terapia a Spiderman y a sus primos.

Mi último héroe de referencia ha sido un redescubrimiento de algo que léi hace bastante tiempo y que, si bien no puede decirse que me impactara, sí me ayudó a pasar el rato de manera amena y agradable; y como Terry Pratchett no parece andar por la labor de seguir publicando novelas del Mundodisco, lo que sin duda sería la mejor excusa para publicar una entrada, he decidido lanzarme a la piscina y comentar mis más recientes sensaciones acerca de un héroe cuestionable y desde luego, algo apolillado (total, a los cinco seguidores de este blog tanto les da de qué hable...).

Me refiero al, a la, insuperable Pimpinela Escarlata.

No; no hablo claro está al dúo musical argentino que, siendo hermanos, cantan por peloteras. Hablo del inefable Sir Percy Blakeney, Bart. (baronet and knight; y por cierto, hay gente totalmente aburrida que se ha creado un perfil en Facebook con ese nombre... Zuckerberg, qué daño has hecho...), más conocido como la Pimpinela Escarlata.

Para los que no hayan leído el libro (o visto la película, o la serie), les comento que se trata del nom de guerre de un riquísimo y atildado aristócrata inglés que, a falta de algo mejor que hacer, se dedica a rescatar nobles franceses de las garras de los revolucionarios. Como tal cosa no puede hacerse en público, por aquello de las apariencias, el tal Percy se hace pasar por lo que en nuestras tierras se conoce por un perfecto petimetre: amante de la moda, bien relacionado socialmente, un lánguido dilettante que resulta aburrido e irritante incluso a su bella esposa francesa, que cómo no, le desprecia. 

Como suele ocurrir en este tipo de novelas, hay aventuras, lances y confusiones mil, y al final todo acaba bien para  los implicados. El desenlace es predecible pero por ello mismo, agradable de leer y la sensación que le queda al lector es la de haber pasado unas cuantas horas sin necesidad de complicarse la vida. Que es sin más lo que pretendía la madre de la criatura, la Baronesa húngara Emmuska Orczy, que escribió la primera versión de la obra, en forma de drama, con su marido. Y tan sólo en 1903.

¿Por qué leerla? Tal vez por su absoluta falta de pretensiones, por su ingenuidad; porque está escrita por una representante de una escala de valores que, en estos tiempos, resultan tan decadentes como exóticos. Porque, según atestiguó la propia Emmuska, está escrita por dos personas que se amaban profundamente y eso, claro que sí, le da al texto un rancio y tierno sabor.

Un nota curiosa acerca de las adaptaciones cinematográficas y televisivas: por alguna razón, los actores que han interpretado a la Pimpinela han sido siempre bastante más delicados y, por qué no decirlo, blandengues, que el personaje tal y como Orczy lo retrató; un individuo alto y musculoso al que ni Leslie Howard, Anthony Andrews or Richard E. Grant encarnan adecuadamente. En fin. Tampoco es tan grave.

Lo que nos queda, al cabo, es el sabor de una novela deliciosamente rancia. Qué duda cabe: si, al tiempo que nos embarcamos en las aventuras de la Pimpinela, nos zambullimos en la misma época agitada que el genio de Dickens nos pinto en A Tale of Two Cities, tal vez consigamos doble ración de placer literario.

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