domingo, 27 de enero de 2013

El arte de reflexionar

  It is better to remain silent and be thought a fool 
than to open one's mouth and remove all doubt. 

 Mark Twain.

No es un buen título para el contenido de esta entrada, que será una reseña de la inesperada revisión de un clásico y una obra maestra de la televisión y el cine. Me refiero a la pelícual Doce hombres sin piedad.

Concebida en sus orígenes como una producción para la televisión (http://fischersoph.files.wordpress.com/2010/09/12-angry-men-script.pdf) que escribió Reginald Rose, fue adaptada para la gran pantalla en 1957 y dirigida por Sidney Lumet. Casi asusta averiguar que fue la primera película de este director, más tarde responsable de otras maravillas como Tarde de Perros, Asesinato en el Orient Express o Serpico.

La película se ajusta a las tres normás aristotélicas que definían la obra teatral: unidad de tiempo (se desarrolla en una tarde), unidad de espacio (la sala de reuniones del jurado) y unidad de acción (la determinación de la inocencia o culpabilidad del acusado). La necesidad de alcanzar un veredicto de unanimidad y la certeza de que el acusado será condenado a muerte son las normas impuestas por el juez y los detonantes que ponen en marcha el proceso. El jurado se reúne (del que el espectador sólo sabrá el nombre -y no de todos- hasta el final y sólo mediante referencias casuales aprenderá a qué se dedica cada uno y podrá intuir su pasado y su circunstancia vital) y tiene lugar la primera votación: once votos a favor de la culpabilidad; uno de ellos en contra.

En ese momento arranca uno de los espectáculos más gloriosos a los que puede asistir un cinéfilo: el de asistir al triunfo de la razón sobre el prejuicio, de la humildad sobre la arrogancia, de la cortesía sobre la chabacanería. A cargo del jurado nº 8 (un Henry Fonda sublime) que no puede dar un veredicto de culpabilidad porque alberga una duda razonable, comienza un análisis pormenorizado del proceso en el que de manera gradual se van desmontando y desacreditando los testimonios aportados por unos testigos del suceso poco fiables. No obstante, lo de menos es lo que oyó el vecino del presunto asesino; lo que importa, lo que fascina, es la batalla campal de ingenio que el jurado nº8 entabla con el fin de preservar el principio de la duda razonable. Si no se está seguro de que el acusado cometió el crimen, y los testimonios y las pruebas aportadas así lo fundamentan, no se puede condenar a un hombre.

Las razones de la fascinación apuntada son varias, pero sólo voy a destacar un par de ellas; la primera  es que de entre los jurados, sólo aquellos con una educación superior (el jurado nº 8 y el 4) son capaces aportar argumentos razonados y no pasados por el filtro del prejuicio o, aún, de las propias emociones. Creo que cualquier comentario está de más.

La segunda razón tiene que ver con un fenómeno que parece ser transcultural y transtemporal: la cortesía es, por algunos, entendida como debilidad o blandenguería; la humildad, como humillante complejo de inferioridad; la necesidad de escuchar lo que otros tienen que decir, una falta de seguridad en uno mismo; la necesidad de ejercitar la prudencia y de no apresurarse en los juicios, de valor o de cualquier tipo, indiferncia o cobardía.

Al comienzo de la película, los más agresivos, los más gritones, los más zafios, los que tienen las convicciones más inamovibles, los que están más seguros de sí mismos, dominan la situación... y están a punto de enviar a un hombre a la silla eléctrica. 

Por suerte, en la película, al final impera la razón, el análisis, la reflexión calmada al margen de prejuicios y sentimentalismos. También, la cortesía, la compasión, la discrección.

Por desgracia, en la vida, en demasiadas ocasiones ocurre todo lo contrario.


1 comentario:

  1. En la Biblioteca disponemos también de la versión teatral que preparó la televisión española hace muchos, muchos años, contando con algunos de los mejores actores del teatro español.
    Es una versión realmente extraordinaria, casi tanto como la película de Lumet.

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