lunes, 31 de octubre de 2011

Frikis del mundo, uníos.

¿Qué es un friki? (¿Y tú precisamente me lo preguntas?).

El término español procede, como tantos otros, de la lengua inglesa, en la que freak, según el Diccionario Oxford es "person considered abnormal because of his behaviour, ideas, etc...". No hace alusión el diccionario, sin duda por aquello de la corrección política, a las anormalidades físicas que forman parte de la definición y que dieron a Tod Browning la excusa para rodar uno de los mejores largometrajes de la historia, Freaks (1932; saludos a mi colega cinéfilo, que sin duda conocerá el film).

Con el tiempo, la palabra ha ido evolucionando, primero en inglés y luego en las restantes lenguas donde ha sido adoptada, hacia la denominación de un personaje, generalmente de sexo masculino, amante hasta en ocasiones la obsesión de los comics, la Guerra de las Galaxias, Star Trek, los manga y anime, que incluso a una edad que en otros ámbitos ya se asocia con la madurez, no siente empacho alguno en disfrazarse de space trooper (esa armadura de PVC blanco con malla negra debajo es tan favorecedora) o aún de Koji Kabuto... sí, hombre, el niño ese de Mazinger Z, el que tripulaba el robot y llevaba el pelo como si se lo peinara el gato. Hablar klingon se considera un plus, y si además celebras Halloween con orejas (Dios no lo quiera) de elfo, o pies peludos de hobbit, tienes derecho a copas gratis en algún garito de la comarca.

Sin embargo, ser friki se ha convertido en algo casi ordinario. No hace mucho los frikis eran el ejemplo perfecto de la inadaptación social: el eslabón, más que perdido, descolgado de la humanidad; el sendero erróneo de la evolución de la especie humana. Salir con un friki era imposible, no sólo porque los frikis no salían: es que ni siquiera se relacionaban con el sexo opuesto, razón por la cual estaban condenados  a una vejez solitaria entre muñequitos de Luke Skywalker y Galactica metiditos en sus embalajes intactos, y por fin a la extinción. Esto, insisto, ya no ocurre: hasta hay un Día del Orgullo Friki (el 25 de mayo, festividad de entre otros, Santa María Magdalena de Pazzi - pazzi, locos, en italiano - San Cristóbal Magallanes - bonito sincretismo descubridor - y San Adelmo de Sherborne - autor de un poema en verso titulado De Verginitate... me niego a comentar).

Todo lo anterior no tiene nada que ver con el libro que nos ocupa, pero me pareció: a) divertido comentarlo; b) necesario, dado que el título español de School of Fear nos puede llevar a la confusión.

Escuela de Frikis, como se ha dado en llamar la novela en cuestión de Gitty Daneshvari, habla de un grupo de chicos y chicas acosados por fobias de todo tipo: a las grandes masas de agua, a los bichos, a la muerte. Como a menudo ocurre en las historias de este cariz, los pobres infelices son enviados por sus crueles padres a un colegio especial cuya directora garantiza la cura de todos los miedos y fobias que hay bajo el sol (que también produce fobia, heliofobia). Algún día alguien va a tener que escribir la tan necesaria tesis doctoral que explique por qué en el ámbito de la literatura juvenil anglosajona es tan común la figura del progenitor descerebrado que se deshace de la prole a la menor oportunidad, y la función del internado como elemento socializador del adolescente, a la par que lo libera de sus miedos infantiles al alzarse como catalizador del rito de paso que permite a la joven o al joven alcanzar la madurez.

Pues bien. Escuela de Frikis se lee bien; es divertido sin ser cargante; tiene su poquito de moralina (el valor de la amistad, el sistema educativo de estilo entre boa-constrictor y circo de tres pistas, lo memos que pueden llegar a ser los adultos). No hay que perderse la cabecera de cada capítulo, donde se nos describe una fobia curiosa (aunque no está presente la más candente del momento... la gayumbofobia, o fobia a llevar ropa interior que resulta dolorosa de sufrir sobre todo para los que no la padecen, sino  que la contemplan...).

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